Hay momentos en que intuyes que algo va a ir mal. Lo ves venir antes de que suceda. Ese sexto sentido que has desarrollado a base de acumular experiencias poco agradables te dice que no sigas por ese camino. Pero, a pesar de todo, optas por seguirlo. Y acaba saliendo mal.
Más allá de los taca-taca habituales en el rodar de la Saioneta, a los que en los últimos meses se había sumado el chirrido metálico de la cansada bomba de la dirección hidráulica, nuestra infatigable furgoneta estaba rodando bien camino a Uyuni. Los kilómetros corrían a través de las rectas interminables y recién asfaltadas de la carretera que une Oruro con el salar más extenso del mundo.
Después de dejar atrás algunos problemas mecánicos en Perú, la Saioneta estaba contenta desde que habíamos entrado en Bolivia y, después de muchas dudas en las primeras jornadas de ruta, empezábamos a pensar que podríamos volver a cruzar Bolivia sin pasar por ningún mecánico, como sucediera en nuestro primer paso por el país, dos años atrás.
El día estaba llegando a su fin cuando pasábamos por Colchani, la puerta de entrada al salar. Así que decidimos pasar la noche en esta tranquila comunidad situada a 20 kilómetros de Uyuni. Como de costumbre, nos pasamos por la plaza para pernoctar allí, pero ese día se celebraba una boda. Y como este tipo de celebraciones en Bolivia pueden llegar a durar hasta tres días, decidimos buscar una calle tranquila.
Cuando giré para dirigirme hacia nuestro punto de pernocta, una mala vibración bajo mis pies me dijo que algo no andaba bien. Algo crujía bajo la Saioneta. Durante un par de minutos, un traqueteo más fuerte -y menos alentador- de lo habitual nos acompañaría hasta la polvorienta calle custodiada por casas de adobe que escogimos para dormir.
Al día siguiente nos despertamos decididos a recorrer las dos decenas de kilómetros que nos separaban de Uyuni, donde teníamos ubicados al menos dos mecánicos con buenas referencias de otros viajeros que habían corrido una suerte similar a la nuestra en su paso por esta localidad del sur boliviano. Tras avanzar unas pocas cuadras comprendimos que no íbamos a llegar sin romper algo.
Parados a las puertas de la salida del pueblo, preguntamos a un vecino que pasaba si conocía a algún mecánico que nos pudiera revisar el vehículo. Para nuestra sorpresa, el vecino tenía conocimiento de uno que vivía a unas pocas calles del lugar donde estábamos. Tras dudar un momento, entró en su casa y salió con el número de teléfono del mecánico, Mario, aunque en estos casos sucede que justamente no tienes saldo en el móvil. Viendo mi situación, volvió a entrar a su casa y salió conduciendo una bicicleta.
– Voy a ver si lo encuentro, si me espera aquí, vuelvo en unos minutos.
– Aquí estaré. No puedo ir muy lejos con mi furgoneta.
Mientras tanto, me tiré debajo de la Saioneta para inspeccionar sus partes bajas. Sospechaba dónde podía estar el problema.
Haría algo más de un mes, nos habíamos quedado tirados en la carretera peruana que une Puno con Cusco, con un fuerte ruido que nos hizo parar de golpe a un lado de la ruta. Llamamos a una grúa y nos enviaron un camión con un elevador que amarró dos bridas a la furgo para subirla al montacargas como si fuera un pedazo de chatarra.
Todavía con la impresión de imaginarme la Saioneta cayendo al suelo desde una altura de dos metros, recorrimos los 50 kilómetros que nos separaban de Juliaca y del mecánico que nos tendría que solucionar nuestros problemas. Allí detectaron que la pieza de caucho que une el cardán con la caja de cambios había cedido a la presión de los tornillos y se había despedazado.
Tres días más tarde, tras pasar dos veces por un especialista en caucho que nos hizo la pieza a medida, volvíamos a la ruta deseando que la solución nos ofreciera garantías a largo plazo. Pero algo más de un mes y 2000 kilómetros más tarde, estirado bajo la furgo a unos metros de la salida de Colchani, pude comprobar que la pieza de caucho volvía a estar deformada. Deformada e inservible.
Nuestro amigo de la bicicleta volvió, como nos había indicado, al cabo de unos diez minutos para informarnos que el mecánico, el señor Mario, había salido a Uyuni y que volvería hacia el mediodía. Pero que había un segundo mecánico en el pueblo del que desconocía dónde vivía.
Le pregunté si habría alguna grúa en Uyuni, pero parece que la única opción para llegar pasaba por pedir a alguno de los 4×4 que hacen la ruta regular que nos remolcara hasta allí. Y esa solución de poco nos servía, ya que si no levantábamos al menos las ruedas delanteras el cardán seguiría dando vueltas y podríamos romper algo de todas formas. No nos quedaba otra que esperar hasta el mediodía.
Unos minutos más tarde, el vecino que habíamos conocido y que nos estaba salvando la situación, volvió con otro mecánico: Calisto. «Estáis de suerte», nos comentó, mientras nos dejaba explicándole la situación al mecánico caído del cielo. Tras echarle una ojeada al cardán, de primeras Calisto no quiso hacerse cargo de la reparación, alegando que no podría arreglar la pieza.
Ante la negativa, le pedí que únicamente nos ayudara a sacar el cardán y que luego ya buscaríamos la manera de que alguien volviera a rehacer la pieza de caucho para que pudiéramos volver a montarlo. Tras vacilar y negarse varias veces, acabé convenciéndolo y acordamos que le pagaríamos 50 bolivianos por el trabajo, unos 7 dólares al cambio. El precio que me pidió me pareció bien razonable, ya que por la misma operación nos habían cobrado en Perú 35 soles, unos 10 dólares.
Ya en el patio de su casa, detectó que para extraer los tornillos que sujetan uno de los extremos del cardán precisaba una llave allen estriada, que no tenía entre sus herramientas. Cuando ya pensaba que nos enviaría a buscarnos algún mecánico que tuviera los medios adecuados, nos indicó una ferretería de Uyuni donde podríamos encontrar las llaves y nos dijo que él tenía que marchar a trabajar el campo y que no podríamos retomar las tareas mecánicas hasta el día siguiente. De manera que fuimos hasta la salida del pueblo para tomar algún vehículo que nos llevase hasta la tienda.
Hay pocos autobuses que cubran regularmente la ruta entre Colchani y Uyuni, pero sí hay cantidad de 4×4 que la realizan. Tras veinte minutos de espera, encontramos una pick up dispuesta a llevarnos. Nos subimos en el montacargas junto a Cirilo, un transportista de Oruro que nos aseguró que en su ciudad, situada a 300 kilómetros, encontraríamos sin duda alguien que trabaje el caucho y nos fabrique la pieza que necesitábamos. En cosa de un cuarto de hora llegamos a nuestro destino, donde pedimos un juego de llaves allen estriadas. En su lugar, nos vendieron un juego de llaves allen estrelladas.
Después de esperar más de media hora, para mi desesperación, y encontrar otro pick up que nos devolviera en su montacargas desde Uyuni hasta Colchani, nos dispusimos a esperar hasta la siguiente jornada para sacar el cardán. Mientras el sol se teñía de colores en los últimos compases del día, toqué algunas canciones con la guitarra para desestresarme un poco de la situación, esperando que mañana sería un nuevo día, lleno de aciertos que nos permitieran seguir la ruta en breve.
Pero a la mañana siguiente nos estrellamos de nuevo con Calisto, nuestro mecánico, que nos hizo notar el error y nos dio de tiempo hasta el mediodía para volver con la dichosa llave estriada, que no estrellada, alegando que por la tarde tenía que volver a trabajar el campo.
Sin terminar de desayunar, a toda prisa, volvimos de nuevo a Uyuni. Esta vez, tuvimos la suerte de cruzarnos con un viajero alemán que recorría América en uno de esos enormes camiones camperizados con todas las comodidades. Cuando llegamos a la ferretería, como nos temíamos, no tenían el juego de llaves que necesitábamos, así que pedimos por algún mecánico que pudiera tenerlo y nos dieron el nombre del director de un hotel, que a su vez nos llevó hasta el taller de su mecánico: Claudio.
Tras explicarle nuestra situación, apareció con un juego completo de llaves allen estriadas. Y, tras dejarle mi documento de identidad, nos prestó tres de ellas, no fuera que nos llevásemos un número más grande o uno más pequeño y tuviéramos que volver, por tercera vez, a Uyuni.
Por alguna razón, Claudio, que resultó ser uno de los mecánicos de los que teníamos buenas referencias de otros viajeros, nos dio mucha más confianza que Calisto. Pero el primero se encontraba en Uyuni, mientras que el segundo era el único que habíamos encontrado en Colchani, donde la Saioneta decidió quedarse. Por si acaso, le pedimos a Claudio que nos dejara su móvil, ya que nunca se sabe si podríamos necesitar sus servicios más adelante.
En esta ocasión, para volver a Colchani conseguimos colarnos en la cabina del pick up, donde llegamos a entrar hasta diez personas: cinco adultos y cuatro niños, además del conductor.
– No sé por qué tuviste que insistirle tanto al mecánico de Colchani, cuando parecía que no quería aceptar el trabajo- me comentó Marta durante el trayecto.
– Le insistí porque en ese momento era la única opción que teníamos en una comunidad tan pequeña. Y bien, ¿finalmente aceptó no?
-Sí, pero me parece una persona negativa. Parece que haga este trabajo a desgana y eso no es bueno.
– Bueno. Ahora ya tenemos la furgo en su taller. Mientras nos pueda desmontar el cardán y luego volverlo a montar todo en su lugar ya estará bien.
Ya en taller, parecía que todo cuadraba. La llave más grande de las tres encajaba a la perfección y podíamos, por fin, ponernos a sacar el dichoso cardán. Cuando me estiré junto a Calisto para ayudarle a realizar la operación, éste empezó a renegar, diciendo que los otros tornillos, aunque de otro tipo, también eran estriados, si bien esta vez parece que teníamos las herramientas adecuadas. Por si no fuera poco, esos mismos tornillos se habían deformado al moverse el cardán y sus cabezas no coincidían con las llaves que debían de servir para sacarlos. Con no pocos esfuerzos y tras aproximadamente una hora, entre los dos conseguimos extirpar el caucho y extraer la parte delantera del cardán.
Y mientras ya estábamos pensando en ir a Oruro para hacer fabricar un nuevo caucho circular con seis precisos agujeros, Calisto nos asegura que él es un gran mecánico, que tiene más de 30 años de experiencia y nos retrae que el trabajo realizado ha sido mucho más largo y complicado de lo previsto, de manera que tendremos que pagarle 350 pesos bolivianos, en lugar de los 50 acordados.
Sin acabar de salir de nuestra perplejidad por el hecho de que nos pida ahora 7 veces más de lo convenido, le argumentamos que si le parecía una operación tan complicada, nos hubiese dado antes el nuevo presupuesto y nos habríamos buscado otra alternativa más económica. Le proponemos pagarle 100 pesos como mucho por montarnos de nuevo el cardán cuando vengamos con la pieza de Oruro.
El hombre se obstina en que le paguemos los 350 bolivianos hasta que nos amenaza con llamar a la policía.
– Llame a la policía, que le explicaremos lo que ha sucedido aquí y que usted no tiene palabra- le contesta Marta, ya indignada con la situación.
– Pues páguenme los 50 pesos y lárguense- nos responde tras darse una vuelta por el patio.
– Si quiere que le paguemos los 50 pesos debe montarnos de nuevo el cardán cuando vengamos de vuelta con el caucho- argumenta Marta sin arrugarse, poco dispuesta ya a ceder ante una situación que, si bien no habíamos podido imaginar, se acabó dando por no hacer caso de nuestra intuición.
Finalmente, el mecánico marcha de su casa diciéndonos que nos vayamos, que no quiere saber nada más de nosotros, y que eso le pasa a él por acceder a ayudar a turistas.
Llamamos a Claudio, el mecánico que conocimos en Uyuni, para ver si hay alguna opción de contratar una grúa que nos lleve hasta su taller, pero éste nos confirma que tendríamos que buscar alguien que nos remolque y a su vez nos abre la posibilidad de que podamos circular sin el cardán, perdiendo únicamente la tracción a las cuatro ruedas. Tras hacernos algunas preguntas sobre las características del sistema de tracción, llegamos a la conclusión de que, efectivamente, podemos seguir la ruta ahora que hemos sacado el cardán, como un vehículo 2×4.
Llegamos sin problemas hasta Uyuni, donde Claudio, perplejo también por la situación que le explicamos, nos revisa el vehículo para asegurarse de que vamos a seguir circulando sin problemas. Nos mira también algunas fugas de aceite, así como algunos ruidos que sigue haciéndonos la dirección, y nos despacha amablemente. Cuando le pregunto qué le debo me dice que le dé lo que me parezca oportuno.
Finalmente, los azares del destino, y de la ruta, quieren que siempre acabes encontrando un sendero que te devuelva a la buena dirección. Y los mecánicos sin palabra o aquellos que intentan abusar económicamente, o simplemente los malos mecánicos, acaban quedando compensados por los mecánicos honestos o por los que ni tan sólo te cobran por su servicio o por aquellos que son bien eficaces.
Tras cuatro años en la ruta debemos de haber visitado más de 60 talleres mecánicos y, sin duda, no ha sido ésta la primera vez que nos encontramos con mecánicos deshonestos, aunque los buenos mecánicos también han abundado en este viaje.
Por poner un ejemplo, posiblemente el más indignante de todo el viaje, en Colombia, un taller quiso cobrarnos el doble de lo que costaba la reparación, pidiéndonos 350 dólares extras a pesar de entregándonos una furgoneta que no arrancaba (Puedes leer la historia completa clicando aquí). Y en el mismo país hicimos gran amistad con Efraín, un mecánico de Pasto que no nos cobró ni un peso tras arreglarnos la furgo y tenernos alojados en su casa durante una semana. También en Buenos Aires, nuestro amigo Pablo, el Doctor Fusca, nos brindó sus servicios cobrándonos a nuestra voluntad, mientras que en Quito Pato nos arregló el vehículo sin cobrarnos ni un dólar.
Nosotros seguimos avanzando hacia el sur de Bolivia y el norte de Argentina con estas pequeñas enseñanzas de la ruta, que nos ayudan a crecer y a seguir confiando en nuestra intuición, aunque algunas veces, a menudo condicionados por la necesidad o por las circunstancias, no le hagamos todo el caso que deberíamos.
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1 comentario en “Mecánicos honestos vs mecánicos sin palabra”
M’alegra saber de vosaltres.
No sabia que la Saioneta fuera syncro (tracción a la 4 ruedas) de todas, todas yo pediría un recambio original a ser posible, para cuando se rompiese.
Endevant sou afortunats i teniu tot el temps de MÓN, abraçades Josep