Después de pasar un mes y una semana en familia en Cataluña, emprendemos la segunda etapa del viaje de la misma manera que el primer día. Tras doce horas continuas de vuelo desde Madrid, el piloto anuncia el inminente aterrizaje en Buenos Aires.
Miramos por la ventanilla para ver la ciudad que nos acoge por tercera vez en un año y nos quedamos impresionados por el enjambre de puntos luminosos que se va formando debajo de nuestros pies.
Llegar a la capital argentina de noche y en hora punta es la forma más gráfica de sumergirte en esta megalópolis de 11 millones de habitantes, en un país donde viven 36 millones de personas. De repente, un grupo de luces diminutas se dejan ver a lo lejos, tímidamente, entre las tinieblas.
Conforme nos acercamos, la oscuridad va dejando paso a miles, millones de luces, sin un sentido aparente. Primero parecen inmóviles. Conforme vamos perdiendo altura empezamos a distinguir las caravanas de coches, como hormigas ansiosas por llevar el pan a su nido.
Bajamos un poco más y prácticamente podemos sentir el estrés de los conductores, atrapados en las carreteras de la segunda ciudad de habla hispana más grande del mundo.
A diferencia de la primera vez que llegamos a Sudamérica, reconocemos algunas de las principales arterias de una ciudad que ya nos empieza a parecer familiar. Marta me señala la avenida General Paz, que destaca paralela al mar Atlántico para internarse en la urbe y separar la capital federal de la provincia de Buenos Aires. También distinguimos Puerto Madero, donde nos llegó la Saioneta ahora hace un año, y el barrio de San Telmo, que nos acogió durante nuestras primeras semanas en Argentina.
Superamos el ordenado caos luminoso y, por unos segundos, volvemos a las tinieblas, hasta que aparecen las luces azules que anuncian la llegada al aeropuerto de Ezeiza. Volvemos a estar en Latinoamérica. ¡Allá vamos, Uruguay y Brasil!!!