Esperando a las ballenas

En los últimos tiempos hemos podido comprobar que cuando deseas algo con todas tus fuerzas y pones todo tu empeño en conseguirlo se acaba haciendo realidad.

Hoy lo hemos podido comprobar. Tras cuatro días de búsqueda intensa nos hemos encontrado por primera vez cara a cara con la ballena franca austral, uno de los mamíferos más voluminosos e impresionantes del planeta.

Desde que empezamos la ruta habíamos querido ver ballenas, pero no se dio la oportunidad hasta que llegamos a la costa atlántica uruguaya. Estando en Montevideo nos enteramos de que estábamos en plena temporada reproductiva y que los cetáceos se acercaban a algunos puntos estratégicos de la costa, de manera que las podías ver desde la playa, sin necesidad de subirse a un barco.

A principios de septiembre llegábamos a la playa Mansa de Punta del Este, uno de estos lugares de aguas tranquilas donde las ballenas aprovechan para acercarse a la orilla buscando una zona menos profunda para reproducirse.

Pero cuando llegamos ya no estaban. Durante todo el mes de agosto, los cetáceos habían frecuentado esa playa, ocupando el espacio que dejan los famosos y millonarios argentinos tras la temporada de verano en el balneario más ostentoso del Atlántico sur.

Tras un breve reconocimiento de la ciudad, hacemos como las ballenas, y marchamos a un sitio menos civilizado, que nos permita un mayor contacto con la naturaleza. Y lo encontramos a unos pocos quilómetros, frente al faro de José Ignacio, donde nos indican otra playa donde se paran los cetáceos.

Al día siguiente nos sentamos en unas rocas frente a la playa Mansa de José Ignacio. Nos fijamos en una simpática ave marina cuyo nombre todavía desconocíamos y que hoy hemos descubierto que se llama ostrero, porque agujerea las ostras y otras conchas buscando alimento. Seguimos el vuelo de unas gaviotas, que acostumbran a aparecer en tropel cuando se acerca una ballena.

Pero parece que nuestros ansiados animales tampoco han escogido esta playa como nido de amor, de manera que viajamos hacia la Paloma, donde tenemos un contacto dentro de la Organización para la Conservación de Cetáceos del Uruguay.

Paramos en una área de servicio, donde nos informan que hace una hora han avisado sobre un avistamiento en la playa de la Balconada. Allá vamos, pero tampoco hay ballenas en la costa. Ni gaviotas que delaten su presencia. Antes de que caiga el sol usamos nuestra última carta del día y nos acercamos hasta la Pedrera, un pueblecito situado a unos 10 kilómetros de la Paloma.

Mientras tanto, nuestro contacto en la Organización para la Conservación de Cetáceos del Uruguay nos envía un correo electrónico en el que nos comenta que no nos podremos encontrar durante el día siguiente y que ha habido un avistamiento al mediodía en playa Anaconda, así que nos volvemos a la Paloma.

Dormimos delante de la playa, aletargados con el constante fluir de las olas del mar y soñamos que llamamos a la ballenas y éstas se acercan a la costa para transmitirnos sus vibraciones y compartirlas con nosotros. Conversamos con ellas en una comunión perfecta con la naturaleza, que por un momento nos hace sentir más primitivos, menos involucionados.

El día siguiente, nos despertamos en playa Anaconda dispuestos a cumplir nuestro profundo deseo, antes de que llegue una anunciada tormenta que posiblemente esfumaría cualquier posibilidad de conseguir nuestro objetivo, al menos en esta ocasión.

Desayunamos sin ver ningún movimiento extraordinario más allá de algún surfista que desafía a las olas, aprovechando los primeros indicios del temporal que está por venir.

Al mediodía, después de que Marta me asegure que está viendo unas olas extrañas al fondo que yo no acabo de divisar, nos parece ver la primera aleta y el primer soplo de agua en forma de ‘V’. ¿Serán las ballenas o un nuevo fruto de nuestra imaginación?

Un surfista nos confirma nuestros mayores anhelos: “Al menos hay tres grupos de ballenas allá al fondo, y parece que se están acercando. Creo que van a estar de suerte”.

Cada vez creemos menos en la suerte y más en la intuición, en las energías, en la fuerza de voluntad y en la constancia. Sea como sea, nos encontramos frente al mamífero conocido más colosal que ha poblado el planeta, y que ha desafiado el paso del tiempo para que podamos compartir este momento tan especial.

Tras la blanca estela de una ola aparece una cabeza, que se queda en la superficie durante unos segundos como si nos pudiera ver, percibiendo nuestra presencia. Emergió justo delante del lugar donde estacionamos la furgoneta, como sabiendo que la estábamos esperando allí desde hacía tiempo. Algo debe de haber confabulando para que sus vibraciones y las nuestras coincidieran en un mismo plano de espacio y tiempo.

Levanta una aleta, como si nos saludara. Después la otra. O tal vez sea la cola. Y desaparece en el extenso océano. Durante cerca de dos horas los tres o cuatro grupos de cetáceos se mantienen ocupados, retoñándose frente a la costa para nuestro asombro.

Imaginamos este momento mientras recorríamos miles de kilómetros por el cono sur de Latinoamérica. Lo soñamos durante las noches previas frente al mar. Y lo disfrutamos como nunca durante dos horas inolvidables.

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