Salto Ángel, la perla del Auyantepui

viatge:

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Cierro los ojos y me dejo llevar por el sonido del agua que se desploma, incesantemente, algunos metros en frente de mí. La brisa que me llega alivia por momentos el calor húmedo del lugar. De repente, el canto de algún ave exótica me despierta del sueño en el que me encuentro inmerso. Miro hacia arriba y veo un guacamayo agitando las alas en la rama de una palmera.

– Si el paraíso tiene sucursales en la tierra, una de ellas debe de estar situada en Canaima-, le susurro a Marta en el oído, mientras me incorporo en la cama al aire libre donde estamos estirados, en frente del lago de Canaima.

Siempre quise conocer el salto Ángel. Llegar hasta los confines del continente americano para plantarme en frente de la cascada más alta del mundo. Pero no me había imaginado la extrema belleza que encontraría en los alrededores de este rincón del planeta, en el que la sólida masa rocosa de los tepuyes da testimonio de la antigüedad de sus aisladas tierras, bañadas por los ríos Carrao y Caroní.

Tras volar a Venezuela desde Colombia, pasamos algunos días en isla Margarita y tomamos otro vuelo regular hasta Puerto Ordaz. Desde allí, sobrevolamos la gran sabana hasta llegar al aeropuerto de Canaima, una pista asfaltada en medio de la nada, en el corazón del parque nacional Canaima. En el momento en que llegué a Waku Lodge, el alojamiento que escogimos para iniciar esta aventura, me di cuenta de que en los próximos días viviría una de las experiencias más excepcionales del viaje.

Situado a orillas del lago Canaima, me siento un espectador privilegiado de este lugar único. A mi derecha, una playa de arenas blancas recibe las calmadas aguas anaranjadas del lago, con una densa masa de árboles como telón de fondo. Más allá, se encuentran esparcidas las casas de un pueblecito de a penas 4.000 habitantes. Y en frente de mí, cuatro cascadas fluyen de forma hipnotizante, ejerciendo una atracción constante desde nuestra llegada. Al fondo, tres tepuyes -el Zamuro, el Venado y el Cerbatana- se alzan, majestuosos, para completar este espectáculo de la naturaleza.

«Los pemones, los indígenas de la zona, consideran que Canaima es la representación del mal, identificando belleza con maldad, y lo contraponen con su dios del bien, Cajuña, expresando de esta manera la eterna lucha entre el bien y el mal». Mientras avanzamos en una larga y estrecha canoa a motor hacia las cascadas que vierten sus aguas en el lago, nuestro guía nos explica algunos mitos y leyendas del lugar.

Bordeamos la playa y pasamos por delante de los saltos de Ucaima, Golondrina y Wadaima, para realizar nuestra parada al pie del salto Hacha. Allí nos encontramos con la sorpresa mejor guardada de las cascadas del lago Canaima. Entramos al salto por la puerta de atrás, recorriendo las cuevas que se formaron detrás de las aguas y recibiendo desde dentro toda la energía que desprende el lugar, en una de las experiencias más excitantes del viaje.

Tras hacernos decenas de fotos y vídeos con la cortina de agua de fondo, emprendemos una corta excursión a pie hasta los saltos Sapito y Sapo, que encontramos con poco caudal por las escasas lluvias que ha habido en los últimos días. En contrapartida, podemos llegar hasta las rocas que normalmente están cubiertas por las aguas del río Carrao, convertidas en un mirador extraordinario desde el cual podemos observar hasta siete tepuyes. Al fondo, una masa de rocas escarpadas anuncian el inicio del Auyantepui, donde se encuentra el mítico salto  Ángel.

Tras llover durante buena parte de la noche, el día se despierta soleado, pero las nubes vuelven a apoderarse del cielo cuando salimos en la canoa hacia nuestro destino. Después de las últimas lluvias, la naturaleza nos obsequiará con un salto mucho más impresionante, con sus 979 metros de caída libre repletos de agua. Sólo cruzamos los dedos para que las nubes no lo escondan y tengamos que volver sin poder verlo.

Tenemos por delante prácticamente cinco horas de camino. Después de los primeros veinte minutos de navegación desde Canaima, la canoa se acerca a la orilla y nos deja en frente de un poblado con algunas cabañas en construcción y los tepuyes de fondo. Las paredes las construyen con cañas y adobe, mientras que los techos son de paja. Pregunto si se trata de una comunidad indígena y me responden que sí, que están ampliando las construcciones para realizar una película. Sin duda, el escenario es único para la grabación.

Caminamos un cuarto de hora hasta llegar a la barca, que nos dejó en tierra para sortear una zona de rápidos demasiado turbulenta. Conforme avanzamos, la niebla nos va envolviendo. A lado y lado del río Carrao el verde de la vegetación contrasta con las aguas aparentemente oscuras. El barquero va esquivando los rápidos que se van formando, de forma regular, en una u otra parte del río, avanzando a contracorriente, ahora por la derecha, ahora por la izquierda.

A mitad del camino empieza a lloviznar, coincidiendo con la parada para almorzar en un campamento a orillas del río. Mientras comemos llueve con fuerza, pero prácticamente se detiene cuando emprendemos la ruta. Sentimos que, a pesar del mal tiempo, tenemos a alguien de nuestra parte. Después de haber llegado hasta aquí no podemos marchar sin ver la gran cascada.

Y finalmente aparece en frente nuestro el imponente Auyantepui, el tepuy más grande de Venezuela, con una superficie de 700 kilómetros cuadrados. El río va zigzagueando y el tepuy va apareciendo y despareciendo, pero siempre está allí presente, rodeado de niebla y repleto de cascadas que se han formado espontáneamente tras las intensas lluvias de los últimos días.

Cuando llevamos más de dos horas y media de navegación vislumbramos, a lo lejos, una cascada más imponente que las que habíamos visto hasta ahora. Es el salto Ángel. Nos vamos acercando hasta que el salto desaparece de nuestra vista. Y de repente vuelve a aparecer en todo su esplendor frente a nosotros. La barca se para, mientras se hace el silencio en el grupo. Miramos el salto, asombrados por su belleza, y le hacemos decenas de fotos, en silencio, antes de que el barquero vuelva a arrancar.

En unos minutos llegamos a tierra para emprender una caminata de una hora y media por la falda del Auyantepui hasta un mirador. El suelo es irregular, lleno de raíces que sobresalen y de rocas. Nos encontramos charcos de barro por todo el camino, que empieza con una leve subida y termina volviéndose un poco más exigente.

Finalmente, llegamos a un mirador improvisado, medio tapado por la vegetación. Me hago un lugar entre la gente del grupo y le hago un par de fotos a una pareja, con un salto de agua al fondo que me parece pequeño y bastante común. Hasta que uno de ellos me dice que alce la vista. Miro hacia arriba hasta no poder torcer más el cuello y allí está. Medio escondido por la niebla, aparece ante mis ojos el salto Ángel, majestuoso, enorme.

Caminamos algunos metros más y llegamos hasta el mirador oficial, donde la brisa es tan fuerte que lo moja todo a su alrededor. Tras hacernos un par de fotos, el salto desaparece detrás de la niebla y nos da la sensación de que empieza a llover, aunque realmente cuesta diferenciar la lluvia del agua que lanza la propia cascada hasta la posición donde estamos, impulsada por las fuertes ráfagas de viento.

Esperamos, ansiosos, que las nubes se retiren, y al cabo de unos diez minutos la bruma va desapareciendo hasta poder disfrutar de nuevo del salto de agua más alto del mundo. Me abrazo con Marta, que está tan mojada como yo, pero también igual de feliz. Hoy cumplimos un nuevo sueño. Alcanzamos una nueva meta. Confirmamos de nuevo que en este mundo todo es posible si lo persigues con todas tus energías, mientras cruzamos los dedos para que la madre naturaleza nos permita ver el salto de nuevo mañana, tal vez iluminado por un sol radiante, desde el campamento donde dormiremos esta noche.

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