Blanquilla, la isla perdida del Caribe (2/2)

¿Qué harías si dos desconocidos te propusieran viajar con ellos en un velero hasta una isla perdida en medio del mar Caribe? Nosotros no lo pensamos dos veces y nos embarcamos en una travesía de 12 horas hasta la Blanquilla, una de esas islas que aparecen en tus mejores sueños, en los que caminas con los pies descalzos en unas arenas blancas bañadas por aguas de un color turquesa perfecto. La experiencia a bordo del velero Isadora, compartida con Beba y Charles, ha sido espectacular. Y demuestra que cuando viajas vale la pena confiar en la gente y dejarte sorprender por todo lo que te va dando la ruta.

El segundo día en el velero Isadora amanecimos con la emoción de quien se encuentra prácticamente solo en un lugar único. Después del desayuno nos montamos en la lancha para ir hasta la playa El Yaque, presidida por sus dos palmeras que siguen meciéndose con la brisa marina. Mientras nos acercamos a la orilla, nos sentimos como cuatro exploradores que llegan a una isla desierta, antiguo refugio de piratas y de corsarios.

Nos damos un baño y paseamos por la arena hasta que llegamos a un camino elevado paralelo a la costa. Bajo nuestros pies aparecen cientos de fósiles, que delatan la bajada del nivel del mar con el paso de los siglos y la ausencia del turismo masivo. Esquivamos varios corales en forma de cerebro y otros tantos que antaño formaron parte del gran arrecife caribeño. Y nos topamos con conchas y caracoles marinos fosilizados, como si tuviéramos la capacidad de sumergirnos en un fondo marino petrificado sin máscara ni bombona de oxígeno.

Nos metemos hacia el interior de un territorio cuyo punto más elevado apenas alcanza los 30 metros, de manera que la mayor dificultad de la caminata consiste en esquivar los cactus y los excrementos de los burros salvajes que se cruzan en el camino. Un día alguien dejó a estas bestias olvidadas en la isla y sobreviven vete a saber cómo en este territorio árido y poco propicio para la agricultura, escondiéndose rápidamente cada vez que ven acercarse un grupo de humanos.

Tras media hora de camino, llegamos a una roca con una profunda grieta que se hunde en el mar. Hace dos décadas, este accidente geográfico tan sólo era un pequeño agujero en la piedra. En el 1997, un maremoto abrió la montaña como si fuera una sandía, convirtiendo este lugar en un improvisado plató fotográfico para los pocos turistas que llegamos hasta aquí. Sin duda, la roca despide una atracción especial que te lleva a sacar la cámara y hacer decenas de fotografías con una persona a cada lado de la grieta, con las piernas balanceándose, suspendidas hacia el abismo. Así que durante más de media hora nos turnamos en nuestros papeles de modelos y de camarógrafos frente a la grieta.

Una vez terminada la sesión fotográfica, me siento con Marta a observar las dos playas que aparecen delante nuestro, bautizadas como el Americano. Bajamos hasta la arena y nos lanzamos a las aguas cristalinas hasta llegar a una cueva peligrosamente azotada por el oleaje. Después de que el capitán, Alfredo, nos asegurase varias veces que se puede entrar sin problema, aprovechamos el lapso en que el agua deja libre el orificio de entrada a la cueva para colarnos por las aguas con la mano resguardando la cabeza de alguna ola traicionera. Y nos seguimos arrastrando hasta llegar al fondo, donde se abre una pequeña gruta.

Allí nos sentamos y sentimos cómo llega el suave oleaje mientras acostumbramos la vista a la oscuridad. En la entrada a la cueva podemos ver la luz al final del pasillo, con el paso de las olas que ocultan y devuelven la claridad como en una película de terror. Me concentro en la luz que entra del exterior, y me siento como una alma que sale de su cuerpo para ascender hasta el más allá, hasta que Marta me indica que nos volvemos a la playa.

Salgo de mi trance pasado por agua para nadar de nuevo a mar abierto. Marta y yo buceamos hasta un enorme arco de piedra situado al otro extremo de la playa, como si fuera una puerta de entrada desde el mar. Conforme nos acercamos a la base del arco vamos viendo peces cada vez más grandes, que perseguimos de aquí para allá hasta quedarnos sin oxígeno y salir a la superficie y volver a sumergirnos. Nos pasamos horas buceando sin parar, disfrutando de un mundo de corales rodeado de una vida submarina que sólo encuentras en zonas aisladas o protegidas.

Tras recogernos y devolvernos al barco, Alfredo sale a pescar y vuelve con una enorme barracuda de unos 15 o 20 kilos, que prepara como ceviche acompañado del ají típico margariteño. Lo disfrutamos junto con una botella de vino blanco catalán que compró Beba junto con varios rones venezolanos que degustamos como postre de un almuerzo para el recuerdo. Tras fotografiar una espectacular puesta de sol desde tierra, en frente del arco del Americano y con el velero como único indicio de vida humana, zarpamos de nuevo hasta la playa del Yaque, donde pasaremos nuestra tercera noche desde que salimos de Margarita.

Al día siguiente navegamos hasta el extremo norte de la isla, pasando por delante de varias playas desiertas. Nos llama la atención que en una de ellas hay algunas construcciones de madera y varios peñeros fondeados en la orilla, de manera que nos acercamos en la lancha para encontrarnos con una veintena de pescadores venidos desde Margarita para aprovechar la abundancia de peces que hay en esta zona. La mayoría son jóvenes. Algunos de ellos apenas tendrán más de 18 años.

Durante temporadas de unos dos meses, los pescadores desembarcan en la isla para faenar, pescando toneladas de pescados que su empresa pasa a recoger regularmente. Durante estas temporadas, alejados de su tierra y de sus familias, viven en unas construcciones de madera a orillas de una de tantas playas paradisíacas de la Blanquilla. En sus arenas yace un cartel que pone «Bienvenidos a la Muerta», acompañado por una cruz en recuerdo de alguna mujer que debió de morir en esta zona por algún accidente sobre el cual ninguno de los pescadores nos supo explicar.

La mayoría de ellos se encuentran reunidos en la cabaña principal, charlando con nosotros. No todos los días se reciben visitas en la Blanquilla, así que hay que aprovecharlo. Me llama la atención una pequeña televisión en una de las paredes. Y es que, aunque el lugar está geográficamente aislado del continente, las instalaciones cuentan con energía, gracias a un grupo electrógeno que les permite estar conectados con el mundo.

Tras algunos minutos de conversación, uno de los pescadores se presta a darnos una vuelta por el campamento. En la parte de atrás hay un campo de fútbol, en el que hasta hace poco los más jóvenes han estado jugando un partido. También cuentan con un pozo de agua, aunque si no me lo hubiesen explicado, viendo el color marrón del agua habría pensado que se trataba de un simple charco. Al lado de la sala principal, donde también está la concina y la despensa, hay varias cabañas que hacen las veces de dormitorios.

A pesar de las largas jornadas de pesca, los chicos con los que converso se sienten bien satisfechos de poder trabajar en un lugar como éste, en contacto con la naturaleza y aislados de cualquier atisbo de inseguridad o contaminación, más allá de los residuos que ellos mismos puedan producir. Por otra parte, al fútbol y otros juegos habituales, como las cartas, pueden sumarle la posibilidad de ver la televisión y disfrutar de la playa. Una vida sencilla a orillas del mar, lejos de las complicaciones de la gran ciudad.

Cuando les preguntamos qué piensan de las elecciones parlamentarias que se avecinan -en las que no podrán ejercer su derecho a voto por encontrarse en la Blanquilla-, algunos de ellos se encogen de hombros mostrando un cierto desinterés, mientras que otros insinúan que no piensan seguir apoyando el chavismo. De alguna manera, nuestros acompañantes se quedan sorprendidos, ya que tradicionalmente los pescadores han sido acérrimos partidarios de la llamada revolución bolivariana. Unos días más tarde, los resultados electorales darían un vuelco al Parlamento venezolano, con una amplia mayoría absoluta de la oposición que deja pocas dudas sobre la voluntad del cambio del pueblo venezolano. Tal vez estuviéramos viviendo en la Blanquilla el inicio del fin del actual régimen en Venezuela.

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